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JOSÉ
MARMOL
2
DE DICIEMBRE 1817 - 1871
Producción
periodística de Villa Crespo Digital
3
de diciembre del 2016
El
autor de AMALIA, su obra más reconocida, además,
fue director de la Biblioteca Nacional.
Mármol fue poeta, dramaturgo y novelista.
En
1839 pasó algunos días en la cárcel
porque difundió en la prensa de Montevideo ideas
contrarias a Juan Manuel de Rosas, por entonces gobernador
de Buenos Aires.
Ese
incidente determinó la vida y la obra de Mármol:
se exilió en 1840, y nadie como él representó
al poeta enfrentado con el gobierno rosista.
Su
obra conjuga el espíritu romántico con
las funciones cívicas de la tradición
neoclásica. A partir de 1846 dio a conocer en
varias entregas su inacabado "Canto del Peregrino",
y en 1851 publicó su poemario "Armonías".
En 1842 había estrenado en Montevideo sus dramas
"El poeta" y "El cruzado", el primero
de ambiente contemporáneo y el segundo de tema
histórico.
Además
José Mármol fundó los periódicos
"El Álbum", "El Conservador"
y "La Semana", y colaboró en otros
mucho, otra de sus tareas u oficios fue justamente el
de periodista. Autor de folletos como "Asesinato
del Sr. D. Florencio Varela", redactor del "Comercio
del Plata", en Montevideo (1849) y "Manuela
Rosas. Rasgos biográficos" (1850), es ante
todo el creador de "Amalia", una novela que
empezó a aparecer en Montevideo en 1851, en el
suplemento de "La Semana", y se publicó
completa en Buenos Aires en 1855.
Era
otro violento alegato contra la barbarie de Rosas y
de su policía política, la Mazorca, y
la proximidad de los hechos narrados no le impide constituir
la manifestación más destacada de la novela
histórica argentina y una de las más notables
del romanticismo en Hispanoamérica.
Con
la caída de Rosas en 1852, esto supuso el fin
de la carrera literaria de Mármol, que no encontró
nuevos motivos en que inspirarse. En sus últimos
años fue diputado, Director de la Biblioteca
Pública de Buenos Aires y embajador del gobierno
de Bartolomé Mitre en el Brasil.
Falleció
en Buenos Aires el 9 de agosto de 1871.
Entregamos
la primera parte / Traición.
AMALIA 1851
Primera
parte
I.
Traición
|
El
4 de mayo de 1840, a las diez y media de la noche, seis
hombres atravesaban el patio de una pequeña casa
de la calle de Belgrano, en la ciudad de Buenos Aires.
Llegados al zaguán, oscuro como todo el resto
de la casa, uno de ellos se detiene, y dice a los otros:
-Todavía una precaución más.
-Y de ese modo no acabaremos de tomar precauciones en
toda la noche -contesta otro de ellos, al parecer el
más joven de todos, y de cuya cintura pendía
una larga espada medio cubierta por los pliegues de
una capa de paño azul que colgaba de sus hombros.
-Por muchas que tomemos, serán siempre pocas
-replica el primero que había hablado-. Es necesario
que no salgamos todos a la vez. Somos seis; saldremos
primeramente tres, tomaremos la vereda de enfrente,
un momento después saldrán los tres restantes,
seguirán esta acera, y nuestro punto de reunión
será la calle de Balcarce, donde cruza con la
que llevamos.
-Bien pensado.
-Sea, yo saldré delante con Merlo, y el señor
-dijo el joven de la espada a la cintura, señalando
al que acababa de hacer la indicación.
Y, diciendo esto, tiró el pasador de la puerta,
la abrió, se embozó en su capa, y atravesando
a la acera opuesta con los personajes que había
determinado, enfiló la calle de Belgrano, con
dirección al río.
Los tres hombres que quedaban salieron dos minutos después,
y luego de haber cerrado la puerta, tomaron la misma
dirección que aquéllos, por la acera prefijada.
Después de caminar en silencio algunas cuadras,
el compañero del joven que conocemos por la distinción
de una espada a la cintura, dijo a éste, mientras
aquel otro, a quien habían llamado Merlo, marchaba
adelante embozado en su poncho:
-¡Es triste cosa, amigo mío! Esta es la
última vez quizá que caminamos por las
calles de nuestro país. Emigramos de él
para incorporarnos a un ejército que habrá
de batirse mucho, y Dios sabe qué será
de nosotros en la guerra.
-Demasiado conozco esa verdad, pero es necesario dar
el paso que damos... Sin embargo -continuó el
joven, después de algunos segundos de silencio-,
hay alguien en este mundo de Dios que cree lo contrario
que nosotros.
-¿Cómo lo contrario?
-Es decir, que piensa que nuestro deber de argentinos
es el de permanecer en Buenos Aires.
-¿A pesar de Rosas?
-A pesar de Rosas.
-¿Y no ir al ejército?
-Eso es.
-¡Bah, ése es un cobarde o un mazorquero!
-Ni lo uno ni lo otro. Al contrario, su valor raya en
temeridad y su corazón es el más puro
y noble de nuestra generación.
-Pero, ¿qué quiere que hagamos entonces?
-Quiere -contestó el joven de la espada- que
todos permanezcamos en Buenos Aires, porque el enemigo
a quien hay que combatir está en Buenos Aires,
y no en los ejércitos, y hace una hermosísima
cuenta para probar que menos número de hombres
moriremos en las calles el día de una revolución,
que en los campos de batalla en cuatro o seis meses,
sin la menor probabilidad de triunfo... Pero dejemos
esto, porque en Buenos Aires el aire oye, la luz ve,
y las piedras o el polvo repiten luego nuestras palabras
a los verdugos de nuestra libertad.
El joven levantó al cielo unos grandes y rasgados
ojos negros, cuya expresión melancólica
se avenía perfectamente con la palidez de su
semblante, iluminado con la hermosa luz de los veintiséis
años de la vida.
A medida que la conversación se había
animado sobre aquel tema y se aproximaban a las barrancas
del río, Merlo acortaba el paso, o parábase
un momento para embozarse en el poncho que lo cubría.
Llegados a la calle de Balcarce:
-Aquí debemos esperar a los demás -dijo
Merlo.
-¿Está usted seguro del paraje de la costa
en que habremos de encontrar la ballenera? -preguntóle
el joven.
-Muy seguro -contestó Merlo-. Yo me he comprometido
a ponerlos a ustedes en ella, y sabré cumplir
mi palabra como han cumplido ustedes la suya, dándome
el dinero convenido; no para mí, porque yo soy
tan buen patriota como cualquiera otro, sino para pagar
los hombres que los han de conducir a la otra banda
¡y ya verán ustedes qué hombres
son!
Clavados estaban los ojos penetrantes del joven en los
de Merlo, cuando alcanzaron la comitiva los tres hombres
que faltaban.
-Ahora es preciso no separarnos más -dijo uno
de ellos-. Siga usted adelante, Merlo, y condúzcanos.
Merlo obedeció, en efecto, y siguiendo la calle
de Venezuela, dobló por la callejuela de San
Lorenzo, y bajó al río, cuyas olas se
escurrían tranquilamente sobre el manto de esmeralda
que cubre de ese lado las orillas de Buenos Aires.
La noche estaba apacible, alumbrada por el tenue rayo
de las estrellas, y una fresca brisa del sur empezaba
a dar anuncio de los próximos fríos del
invierno.
Al escaso resplandor de las estrellas se descubría
el Plata, desierto y salvaje como la Pampa, y el rumor
de sus olas, que se desenvolvían sin violencia
y sin choque sobre las costas planas, parecía
más bien la respiración natural de ese
gigante de la América, cuya espalda estaba oprimida
por treinta naves francesas en los momentos en que tenían
lugar los sucesos que relatamos.
Los que alguna vez hayan tenido la fantasía de
pasearse en una noche oscura a las orillas del río
de la Plata, en lo que se llama el "bajo"
en Buenos Aires, habrán podido conocer todo lo
que ese paraje tiene de triste, de melancólico
y de imponente al mismo tiempo. La mirada se sumerge
en la extensión que ocupa el río, y apenas
puede divisar a la distancia la incierta luz de alguno
que otro buque de la rada interior. La ciudad, a dos
o tres cuadras de la orilla, se descubre informe, oscura,
inmensa. Ningún ruido humano se percibe, y sólo
el rumor monótono y salvaje de las olas anima
lúgubremente aquel centro de soledad y de tristeza.
Pero aquellos que hayan llegado a ese paraje, entre
las sombras de la noche, para huir de la patria cuando
el desenfreno de la dictadura arrojó a la proscripción
centenares de buenos ciudadanos, ésos solamente
podrán darse cuenta de las impresiones que inspiraba
ese lugar, y en esas horas en que se debía morir
al puñal de la Mazorca si eran notados; o decir
adiós a la patria, a la familia, al amor, si
la fortuna les hacía pisar el débil barco
que debía conducirlos a una tierra extraña,
en busca de un poco de aire libre, y de un fusil en
los ejércitos que operaban contra la dictadura.
En la época a que nos referimos, además,
la salud del ánimo empezaba a ser quebrantada
por el terror: por esa enfermedad terrible del espíritu,
conocida y estudiada por la Inglaterra y por la Francia,
mucho tiempo antes que la conociéramos en la
América.
A las cárceles, a las "personerías",
a los fusilamientos, empezaban a suceder los asesinatos
oficiales ejecutados por la Mazorca; por ese club de
bandidos, a quien los primeros partidarios de Cromwell
habrían mirado con repugnancia, y los amigos
de Marat con horror.
El terror, pues, que empezaba a apoderarse de todos
los espíritus, no podía dejar de obrar
su influencia eficaz en el ánimo de esos hombres
que caminaban en silencio por la costa del río,
en dirección a Barracas, a las once de la noche,
y con el designio de emigrar de la patria, crimen de
lesa tiranía que se castigaba irremediablemente
con la muerte .
Nuestros prófugos caminaban sin cambiarse una
sola palabra; y es ya tiempo de dar a conocer sus nombres.
Aquel que iba delante de todos era Juan Merlo, hombre
del vulgo; de ese vulgo de Buenos Aires que se hermana
con la gente civilizada por el vestido, con el gaucho
por su antipatía a la civilización, y
con el pampa por sus habitudes holgazanas. Merlo, como
se sabe, era el conductor de los demás.
A pocos pasos seguíalo el coronel Don Francisco
Lynch, veterano desde 1813; hombre de la más
culta y escogida sociedad, y de una hermosura remarcable.
En pos de él caminaba el joven Don Eduardo Belgrano,
pariente del antiguo general de este nombre, y poseedor
de cuantiosos bienes que había heredado de sus
padres; corazón valiente y generoso, e inteligencia
privilegiada por Dios y enriquecida por el estudio.
Este es el joven de los ojos negros y melancólicos,
que conocen ya nuestros lectores.
En seguida de él, marchaban Oliden, Riglos y
Maisson, argentinos todos.
En este orden habían llegado ya a la parte del
Bajo, que está entre la Residencia y la alta
barranca que da a Barracas, en la calle de la Reconquista,
es decir, se hallaban en paralelo con la casa que habitaba
el ministro de Su Majestad Británica, caballero
Mandeville.
En ese paraje, Merlo se detiene y les dice:
-Es por aquí donde la ballenera debe atracar.
Las miradas de todos se sumergieron en la oscuridad,
buscando en el río la embarcación salvadora,
mientras que Merlo parecía que la buscaba en
tierra, porque su vista se dirigía hacia Barracas,
y no a las aguas donde estaba clavada la de los prófugos.
-No está -dijo Merlo-; no está aquí,
es necesario caminar algo más.
La comitiva lo siguió, en efecto; pero no llevaba
dos minutos de marcha cuando el coronel Lynch, que iba
en pos de Merlo, divisó un gran bulto a treinta
o cuarenta varas de distancia, en la misma dirección
que llevaban; y en el momento en que se volvía
a comunicárselo a sus compañeros, un ¡quién
vive! interrumpió el silencio de aquellas soledades,
trayendo un repentino pavor al ánimo de todos.
-No respondan; yo voy a adelantarme un poco a ver si
distingo el número de hombres que hay -dijo Merlo,
que sin esperar respuesta caminó algunos pasos
primero, y tomó en seguida una rápida
carrera hacia las barrancas, dando al mismo tiempo un
agudo silbido.
Un ruido confuso y terrible respondió inmediatamente
a aquella señal: el ruido de una estrepitosa
carga de caballería, dada por cincuenta jinetes,
que en dos segundos cayeron como un torrente sobre los
desgraciados prófugos.
El coronel Lynch apenas tuvo tiempo para sacar de sus
bolsillos una de las pistolas que llevaba y, antes de
poder hacer fuego, rodó por tierra al empuje
violento de un caballo.
Maisson y Oliden pudieron disparar un tiro de pistola
cada uno, pero caen también como el coronel Lynch.
Riglos opone la punta de un puñal al pecho del
caballo que lo atropella, pero rueda también
a su empuje irresistible, y caballo y jinete caen sobre
él. Este último se levanta al instante,
y su cuchillo, hundiéndose tres veces en el pecho
de Riglos, hace de este infeliz la primera víctima
de aquella noche aciaga.
Lynch, Maisson, Oliden, rodando por el suelo, ensangrentados
y aturdidos bajo las herraduras de los caballos, se
sienten pronto asidos por los cabellos, y que el filo
del cuchillo busca la garganta de cada uno, al influjo
de una voz aguda e imperante, que blasfemaba, insultaba
y ordenaba allí: ¡los infelices se revuelcan,
forcejean, gritan; llevan sus manos, hechas pedazos
ya, a su garganta para defenderla!... ¡todo es
en vano!... El cuchillo mutila las manos, los dedos
caen, el cuello es abierto a grandes tajos; y en los
borbollones de la sangre se escapa el alma de las víctimas
a pedir a Dios la justicia debida a su martirio.
Y, entretanto que los asesinos se desmontan y se apiñan
en derredor de los cadáveres para robarles las
alhajas y dinero, entretanto que nadie se ve ni se entiende
en la oscuridad y confusión de esta escena espantosa,
a cien pasos de ella se encuentra un pequeño
grupo de hombres que, cual un solo cuerpo expansivamente
elástico, tomaba, en cada segundo de tiempo,
formas, extensión y proporciones diferentes:
era Eduardo que se batía con cuatro de los asesinos.
En el momento en que cargaron sobre los prófugos;
en aquel mismo en que cayó el coronel Lynch,
Eduardo, que marchaba tras él, atraviesa, casi
de un salto, un espacio de quince pies en dirección
a las barrancas. Esto sólo le basta para ponerse
en línea con el flanco de la caballería,
y evitar su empuje; plan que su rápida imaginación
concibió y ejecutó en un segundo; tiempo
que le había bastado también para desenvainar
su espada, arrancarse la capa, que llevaba prendida
al cuello, y recogerla sobre su brazo izquierdo.
Pero, si había librádose del choque de
los caballos, no había evitado el ser visto,
a pesar de la oscuridad de la noche, que por momentos
encubría la débil claridad de las estrellas.
El muslo de un jinete roza por su hombro izquierdo;
y ese hombre y otro más hacen girar sus caballos
con la prontitud del pensamiento, y embisten, sable
en mano, sobre Eduardo.
Este no ve, adivina, puede decirse, la acción
de los asesinos, y dando un salto hacia ellos, se interpone
entre los dos caballos, cubre su cabeza con su brazo
izquierdo envuelto entre el colchón que le formaba
la capa, y hunde su espada hasta la guarnición
en el pecho del hombre que tiene a su derecha. Cadáver
ya, aún no ha caído ese hombre de su caballo,
cuando Eduardo ha retrocedido diez pasos, siempre en
dirección a la ciudad.
En ese momento tres asesinos más se reúnen
al que acababa de sentir caer el cuerpo de un compañero
a los pies de su caballo, y los cuatro cargan entonces
sobre Eduardo.
Este se desliza rápidamente hacia su derecha
para evitar el choque, tirando al mismo tiempo un terrible
corte que hiere la cabeza del caballo que presenta el
flanco de los cuatro. El animal se sacude, se recuesta
súbitamente sobre los otros, y el jinete, creyendo
que su caballo está herido de muerte, se tira
de él para librarse de su caída; y los
otros se desmontan al mismo tiempo, siguiendo la acción
de su compañero, cuya causa ignoran.
Eduardo entonces tira su capa y retrocede diez o doce
pasos más. La idea de emprender la carrera pasa
un momento por su imaginación; pero comprende
que la carrera no hará sino cansarlo y postrarlo,
pues que sus perseguidores montarán de nuevo
y lo alcanzarán pronto.
Esta reflexión, súbita como la luz, sin
embargo, no había terminádose en su pensamiento,
cuando los asesinos estaban ya sobre él, tres
de ellos con sables de caballería y el otro armado
de un cuchillo de matadero. Tranquilo, valiente, vigoroso
y diestro, Eduardo los recibe a los cuatro parando sus
primeros golpes, y evitando con ataques parciales que
le formasen el círculo que pretendían.
Los tres de sable lo acometen con rabia, lo estrechan
y dirigen todos los golpes a su cabeza; Eduardo los
para con un doble círculo, y haciendo dilatar
la rueda que le formaban, con cortes de primera y tercera,
comienza a ganar hacia la ciudad largas distancias,
conquistando terreno en los cortes con que ofendía,
y en los círculos dobles con que paraba.
Los asesinos se ciegan, se encarnizan, no pueden comprender
que un hombre solo les resista tanto; y en su vértigo
de sangre y de furor no perciben que se hallan ya a
doscientos pasos de sus compañeros; cumpliéndose
más en cada momento la intención de alejarlos,
que desde el principio tuvo Eduardo para perderse con
ellos entre la oscuridad de la noche.
Eduardo, sin embargo, sentía que la fuerza le
iba faltando, y que era ya difícil la respiración
de su pecho. Sus contrarios no se cansan menos, y tratan
de estrecharlo por última vez. Uno de ellos incita
a los otros con palabras de demonio, pero al momento
de descargar sus golpes sobre Eduardo, éste tira
dos cortes a derecha e izquierda con toda la extensión
de su brazo, amaga a todos, y pasa como un relámpago
de acero por el centro de sus asesinos, ganándose
algunos pasos más hacia la ciudad.
El hombre del cuchillo acababa de perder éste
y parte de su mano al filo de la espada de Eduardo,
y otro de los de sable empieza a perder la fuerza en
la sangre abundante que se escurría de una honda
herida en su cabeza.
Los cuatro lo hostigan con tesón, sin embargo.
El hombre mutilado, en un acceso de frenesí y
de dolor, se arroja sobre Eduardo y lanza sobre su cabeza
el inmenso poncho que tenía en su mano izquierda.
Este último, que no había comprendido
la intención de su contrario, cree que lo atropella
con el puñal en la mano, y lo recibe con la punta
de su espada, que le atraviesa el corazón. El
poncho había llegado a su destino; la cabeza
y el cuerpo de Eduardo quedan cubiertos en él;
no se turba su espíritu, sin embargo: da un salto
atrás; su mano izquierda, libre de su capa que
había arrojado desde el principio del combate,
coge el poncho y empieza a desenvolverlo de la cabeza,
mientras su diestra describe círculos con su
espada en todas direcciones. Pero en el momento en que
su vista quedaba libre de aquella nube repentina y densa
que la cubrió, la punta de un sable penetra a
lo largo de su costado izquierdo, y el filo de otro
le abre un honda herida sobre el hombro derecho.
-¡Bárbaros -dice Eduardo-, no conseguiréis
llevarle mi cabeza a vuestro amo, sin haber antes hecho
pedazos mi cuerpo!
Y recogiendo todas las pocas fuerzas que le quedaban,
para en tercia una estocada que le tira su contrario
más próximo; y, desenganchando, se va
a fondo, en cuarta, con toda la extensión de
su cuerpo: dos hombres caen a la vez al suelo: el contrario
de Eduardo, atravesado el pecho, y Eduardo, que no ha
tenido fuerzas para volver a su primera posición,
y que cae sin perder, empero, su conocimiento, ni su
valor.
Los dos asesinos que peleaban aún se precipitan
sobre él.
-¡Aún estoy vivo! -grita Eduardo, con una
voz nerviosa y sonora; la primera voz fuerte que había
resonado en ese lugar e interrumpido el silencio de
esa terrible escena; y los ecos de esa voz se repitieron
en mucha extensión de aquel lugar solitario.
Eduardo se incorpora un poco; fija el codo de su brazo
derecho sobre el vientre del cadáver que tenía
a su lado y, tomando la espada con la mano izquierda,
quiere todavía sostener su desigual combate.
Aun en ese estado, los asesinos se le aproximan con
recelo. Uno de ellos se acerca por los pies de Eduardo
y descarga un sablazo sobre su muslo izquierdo, que
el infeliz no tuvo tiempo, ni posición, ni fuerza
para parar. La impresión del golpe le inspira
un último esfuerzo para incorporarse; pero a
ese tiempo la mano del otro asesino lo toma de los cabellos,
da con su cabeza en tierra, e hinca sobre su pecho una
rodilla.
-¡Ya estás, unitario, ya estás agarrado!
-le dice, y volviéndose al otro que se había
abrazado de los pies de Eduardo, le pide su cuchillo
para degollarlo. Aquél se lo pasa al momento.
Eduardo hace esfuerzos todavía por desasirse
de las manos que le oprimen, pero esos esfuerzos no
sirven sino para hacerle perder por sus heridas la poca
sangre que le quedaba en sus venas.
Un relámpago de risa feroz, infernal, ilumina
la fisonomía del bandido cuando empuña
el cuchillo que le da su compañero. Sus ojos
se dilatan, sus narices se expanden, su boca se entreabre,
y tirando con su mano izquierda los cabellos de Eduardo
casi exánime, y colocando bien perpendicular
su frente con el cielo, lleva el cuchillo a la garganta
del joven.
Pero en el momento que su mano iba a hacer correr el
cuchillo sobre el cuello, un golpe se escucha, y el
asesino cae de boca sobre el cuerpo del que iba a ser
su víctima.
-¡A ti también te irá tu parte!
-dice la voz fuerte y tranquila de un hombre que, como
caído del cielo, se dirige con su brazo levantado
hacia el último de los asesinos que, como se
ha visto, estaba oprimiendo los pies de Eduardo, porque,
aun medio muerto, temía acercarse hasta sus manos.
El bandido se pone de pie, retrocede y toma repentinamente
la huida en dirección al río.
El hombre, enviado por la Providencia, al parecer, no
lo persigue ni un solo paso, se vuelve a aquel grupo
de heridos y cadáveres en cuyo centro se encontraba
Eduardo.
El nombre de éste es pronunciado luego por el
desconocido con toda la expresión del cariño
y de la incertidumbre. Toma entre sus brazos el cuerpo
del asesino que había caído sobre Eduardo,
lo suspende, lo separa de él, e hincando una
rodilla en tierra suspende el cuerpo del joven y reclina
su cabeza contra su pecho.
-¡Todavía vive! -dice, después de
haber sentido su respiración; su mano toma la
de Eduardo, y una leve presión le hace conocer
que vive, y que le ha conocido.
Sin vacilar alza entonces la cabeza, gira sus ojos con
inquietud; se levanta luego, toma a Eduardo por la cintura
con el brazo izquierdo, y cargándole al hombro,
marcha hacia la próxima barranca, en que estaba
situada la casa del señor Mandeville.
Su marcha segura y fácil hace conocer que aquellos
parajes no eran extraños a su planta.
-¡Ah! -exclama de repente-, apenas faltará
media cuadra y... tengo que descansar porque... -y el
cuerpo de Eduardo se le escurre de los brazos entre
la sangre que a los dos cubría-. ¡Eduardo!
-le dice poniéndole sus labios en el oído-;
¡Eduardo! Soy yo, Daniel, tu amigo, tu compañero,
tu hermano Daniel.
El herido mueve lentamente la cabeza y entreabre los
ojos. Su desmayo, originado por la abundante pérdida
de su sangre, empezaba a pasar, y la brisa fría
de la noche a reanimarle un poco.
-Huye... ¡Sálvate, Daniel! -fueron las
primeras palabras que pronunció.
Daniel lo abraza.
-No se trata de mí, Eduardo; se trata de... A
ver... pasa tu brazo izquierdo por mi cuello; oprime
lo más fuerte que puedas... pero ¿qué
diablos es esto? ¿Te has batido acaso con la
mano izquierda que conservas la espada empuñada
con ella? ¡Ah, pobre amigo, esos bandidos te habrán
herido la derecha!... ¡Y no haber estado contigo
yo!
Y mientras hablaba así, queriendo arrancar de
los labios de su amigo alguna respuesta, alguna palabra
que le hiciese comprender el verdadero estado de sus
fuerzas, ya que temblaba de conocer la gravedad de sus
heridas. Daniel cargó de nuevo a Eduardo que,
vuelto en sí de su primer desmayo, hacía
una débil fuerza sobre los hombros de su libertador,
y lo llevó en sus brazos segunda vez, en la misma
dirección que la anterior.
El movimiento y la brisa vuelven al herido un poco de
la vida que le había arrebatado la sangre; y
con un acento lleno de cariño:
-Basta, Daniel -dice-; apoyado en tu brazo creo que
podré caminar un poco.
-No hay necesidad -le responde éste, poniéndole
suavemente en tierra-, ya estamos en el lugar a donde
quería conducirte.
Eduardo quedó un momento de pie, pero su muslo
izquierdo estaba cortado casi hasta el hueso, y al tomar
esa posición todos los músculos heridos
se resintieron, y un dolor agudísimo hizo doblar
las rodillas del joven...
-Ya me imaginaba que no podrías estar de pie
-dijo Daniel, fingiendo naturalidad en su voz, pues
que toda su sangre se había helado sospechando
entonces que las heridas de Eduardo eran mortales-.
Pero felizmente -continuó-, ya estamos aquí,
aquí donde podré dejarte en seguridad
mientras voy a buscar los medios de conducirte a otra
parte.
Y diciendo esto había vuelto a cargar a su amigo,
descendiendo con él, a fuerza de gran trabajo,
a lo hondo de una zanja de cuatro o cinco pies de profundidad,
que dos días antes habían empezado a abrir
a distancia de veinte pies del muro lateral de una casa
sobre la barranca que acababa de subir Daniel con su
pesada pero querida carga; casa que no era otra que
la del ministro de Su Majestad Británica, caballero
Mandeville.
Daniel sienta a su amigo en el fondo de la zanja, lo
recuesta contra uno de los lados de ella, y le pregunta
dónde se siente herido.
-No sé; pero aquí, aquí siento
dolores terribles -dice Eduardo tomando la mano de Daniel
y llevándola a su hombro derecho y a su muslo
izquierdo.
Daniel respira entonces con libertad.
-Si solamente estás herido ahí -dice-,
no es nada, mi querido Eduardo -oprimiéndolo
con sus brazos con toda la efusión de quien acaba
de salir felizmente de una incertidumbre penosa; pero
a la presión de sus brazos, Eduardo exhala un
¡ay!, agudo y dolorido.
-Debo estar también..., sí..., estoy herido
aquí -dice llevando la mano de Daniel a su costado
izquierdo-; pero sobre todo, el muslo..., el muslo me
hace sufrir horriblemente.
-Espera -dice Daniel, sacando un pañuelo de su
bolsillo, con el cual venda fuertemente el muslo herido-.
Esto, a lo menos -continúa-, podrá contener
algo la hemorragia; ahora venga la cintura: ¿es
aquí donde sientes la herida?
-Sí.
-Entonces... aquí está mi corbata -y con
ella oprime fuertemente el pecho de su amigo.
Todo esto hace y dice fingiendo una confianza que había
empezado a faltarle desde que supo que había
una herida en el pecho, que podría haber interesado
alguna entraña. Y lo dice y lo hace todo entre
la oscuridad de la noche y en el fondo de una zanja
estrecha y húmeda. Y como un sarcasmo de esa
posición terriblemente poética en que
se encontraban los dos jóvenes, porque Daniel
lo era también, los sonidos de un piano llegaron
en ese momento a sus oídos: el señor Mandeville
tenía esa noche una pequeña tertulia en
su casa.
-¡Ah! -dice Daniel, acabando de vendar a su amigo-.
Su Excelencia inglesa se divierte.
-¡Mientras a sus puertas se asesina a los ciudadanos
de este país! -exclama Eduardo.
-Y es precisamente por eso que se divierte. Un ministro
inglés no puede ser buen ministro inglés
sino en cuanto represente fielmente a la Inglaterra;
y esta noble señora baila y canta en derredor
de los muertos como las viudas de los hotentotes, con
la sola diferencia de que éstas lo hacen de dolor,
y aquélla de alegría.
Eduardo se sonrió de esa idea nacida de una cabeza
cuya imaginación él conocía y admiraba
tanto; e iba a hablar cuando de repente Daniel le pone
su mano sobre los labios.
-Siento ruido -le dice al oído, buscando a tientas
la espada.
Y, en efecto, no se había equivocado. El ruido
de las pisadas de dos caballos se percibía claramente,
y un minuto después el eco de voces humanas llegó
hasta los dos amigos.
Todo se hacía más perceptible por instantes;
entendiéndose al fin clara y distintamente la
voz de los que venían conversando.
-Oye-dice uno de ellos, a diez o doce pasos de la zanja-,
saquemos fuego y a la luz de un cigarro podremos contar,
porque yo no quiero ir hasta la Boca, sino volverme
a casa.
-Bajemos entonces -responde aquel a quien se había
dirigido; y dos hombres desmontan de sus caballos, sonando
la vaina de latón de sus sables al pisar en tierra.
Cada uno de ellos tomó la rienda de su caballo
y, caminando hacia la zanja, vinieron a sentarse a cuatro
pasos de Daniel y Eduardo.
Uno de los dos recién llegados sacó sus
avíos de fumar, encendió la yesca, luego
un grueso cigarro de papel, y dijo al otro:
-A ver, dame los papeles uno por uno.
El otro se quitó el sombrero, sacó de
él un rollo de billetes de banco, y dio uno de
ellos a su compañero, quien, tomándolo
con la mano izquierda, lo aproximó a la brasa
del cigarro que tenía en la boca y, aspirando
con fuerza, iluminó todo el billete con los reflejos
de la brasa activada por la aspiración.
-¡Cien! -dice aquel que había entregado
el billete, y cuya cara se había juntado con
la del otro para ver junto con él el número.
-¡Cien! -dice el del cigarro, arrojando por la
boca una gruesa nube de humo.
Y la misma operación que con el primer billete,
se hace con treinta de igual valor; y después
de repartirse 1.500 pesos cada uno de los dos hombres,
mitad de los 3.000 que sumaban los treinta billetes
de 100 pesos, dice aquel que alumbraba los papeles:
-¡Yo creía que sería más!
¡Si hubiésemos degollado al otro nos hubiese
tocado la bolsa de onzas!
-¿Y adónde se iban esos unitarios? Al
ejército de Lavalle, ¿no es verdad?
-¡Pues! ¿Y adónde se habían
de ir? Lo que yo siento es que no se quieran ir todos
para que tuviéramos de éstas todas las
noches.
-¡Pero, y si alguna vez entra Lavalle y alguien
nos delata!
-¡Qué! Nosotros somos mandados; y cuando
veamos las cosas mal, nos pasaremos; entretanto yo me
he de hacer matar por el Restaurador, y por eso soy
de la gente de confianza del comandante.
-¡Fíate mucho! ¡Que nos eche de menos
luego, y verás tú y yo lo que nos pasa!
-¡Oh! ¿Y él no nos mandó
por este lado, y a Morales por el Retiro, y a Diego,
con cuatro más, por las calles a buscar al que
se escapó? Entonces, le decimos mañana
que hemos pasado la noche buscándolo, y no nos
dirá nada.
-Pero ¡qué susto llevaba Camilo cuando
fue a avisarle al comandante! Le dijo que salieron cuatro
a proteger al unitario, pero no le ha de haber creído
porque sabe que es flojo.
-Sí, pero los otros no eran flojos, y uno solo
no los había de matar. Por mi parte, yo no los
busco.
-¡Qué buscarlos! Yo me voy a la Boca -dijo
aquel que había traído los billetes en
el sombrero, levantándose y montando tranquilamente
en su caballo, mientras el otro se dejó estar
sentado.
-Bueno -dice éste-, ándate nomás,
yo voy a acabar mi cigarro antes de irme a casa; mañana
te iré a buscar de madrugada para que nos vayamos
al cuartel.
-Entonces, hasta mañana -dice aquél, dando
vuelta su caballo, y tomando al trote el camino de la
Boca.
Algunos minutos después, el que se había
quedado mete la mano al bolsillo, saca una cosa que
aproxima a su cigarro en la boca, y la contempla a la
claridad que esparcía la brasa.
-¡Y es de oro el reloj! -dice-; éste nadie
me lo vio sacar; y la plata que me den por él
no la parto con ninguno.
Y examinaba y volvía a examinar el reloj a la
luz de su cigarro.
-¡Y está andando! -dice, aplicándoselo
al oído-, pero yo no sé... yo no sé
cómo se sabe la hora...- Y volvía a iluminar
su preciosa alhaja-... ¡Esta es cosa de unitarios!...
La hora que yo sé es que serán las doce,
y que...
-Esa es la última de tu vida, bribón -dice
Daniel dando sobre la cabeza del bandido, que cayó
al instante sin un solo grito, el mismo golpe que había
dado en la cabeza de aquel que puso el cuchillo sobre
la garganta de Eduardo; golpe que produjo el mismo sonido
duro y sin vibración, ocasionado por un instrumento
que Daniel tenía en sus manos, muy pequeño
y que no conocemos todavía, el cual parece que
hacía sobre la cabeza humana el mismo efecto
que una bala de cañón que se la llevase,
pues que los dos que hemos visto caer no habían
dado un solo grito.
Daniel, que había salido de la zanja y llegádose
como una sombra hasta el bandido, luego que le dio el
golpe en la cabeza tomó la brida del caballo,
lo trajo hasta la zanja y, sin soltarla, bajó
y dio un abrazo a su amigo.
-¡Valor, valor! mi Eduardo ¡ya estás
libre..., salvo...; la Providencia te envía un
caballo que era lo único que necesitábamos!
-Sí, me siento un poco reanimado, pero es necesario
que me sostengas... no puedo estar de pie.
-No hagas fuerza -dice Daniel, que carga otra vez a
Eduardo, y lo sube al borde de la zanja.
En seguida salta él, y con esfuerzos indecibles
consigue montar a Eduardo sobre el caballo que se inquietaba
con las evoluciones que hacían a su lado. En
seguida recoge la espada de su amigo, y de un salto
se monta en la grupa; pasa sus brazos por la cintura
de Eduardo; toma de sus débiles manos las riendas
del caballo, y lo hace subir inmediatamente por una
barranca inmediata a la casa del señor Mandeville.
-Daniel, no vamos a mi casa porque la encontraríamos
cerrada. Mi criado tiene orden de no dormir en ella
esta noche.
-No, no, por cierto; no he tenido la idea de querer
pasearte por la calle del Cabildo a estas horas, en
que veinte serenos alumbrarían nuestros cuerpos
federalmente vestidos de sangre.
-Bien, pero tampoco a la tuya.
-Mucho menos, Eduardo; yo creo que nunca he hecho locuras
en mi vida; y llevarte a mi casa sería haber
hecho una por todas las que he dejado de hacer.
-¿Y adónde, pues?
-Ese es mi secreto por ahora. Pero no me hagas más
preguntas. Habla lo menos posible.
Daniel sentía que la cabeza de Eduardo buscaba
algo en que reclinarse, y con su pecho le dio un apoyo
que bien necesitaba ya, porque en aquel momento un segundo
vértigo le nublaba la vista y lo desfallecía;
pero, felizmente, le pasó pronto.
Daniel hacía marchar al paso su caballo. Llegó
por fin a la calle de la Reconquista, y tomó
la dirección a Barracas: atravesó la del
Brasil y Patagones, y tomó a la derecha por una
calle encajonada, angosta y pantanosa, y en cuyos lados
no había edificio alguno sino los fondos de ladrillo
o de tunas de aquellas casas con que termina la ciudad
sobre las barrancas de Barracas.
Al cabo de seiscientos pasos, la callejuela da salida
a la empinada y solitaria barranca de Marcó,
cuya pendiente rápida y estrechísimas
sendas causan temor de día mismo a los que se
dirigen a Barracas, que prefieren la barranca empedrada
de Brown, o la de Balcarce, antes que bajar por aquel
medio precipicio, especialmente si el terreno está
húmedo. A esa barranca llegó Daniel, y
las mismas calidades de mala y solitaria fueron para
él en ese momento una garantía por la
que le daba preferencia. Además, él conocía
perfectamente los senderos, y bajó por ella,
dirigiendo hábilmente su caballo sin el mínimo
contratiempo.
Llegado a la calle traviesa entre Barracas y la Boca,
dobló a la derecha, y recostándose a la
orilla del camino, llegó al fin a la calle Larga
de Barracas sin haber hallado una sola persona en su
tránsito. Tomó la derecha de la calle,
enfiló los edificios, lo más aproximado
a ellos que le fue posible, e hizo tomar el trote largo
a su caballo, como que quisiera salir de ese camino
frecuentado de noche por algunas patrullas de policía.
Al cabo de pocos minutos de marcha, detiene su caballo,
gira sus ojos, y convencido de que no veía ni
oía nada, hace tomar el paso a su caballo, y
dice a Eduardo:
-Ya estás en salvo, pronto estarás en
seguridad y curado.
-¿Dónde? -le pregunta Eduardo con voz
sumamente desfallecida.
-Aquí -le responde Daniel, subiendo el caballo
a la vereda de una casa por cuyas ventanas, cubiertas
con celosías y los vidrios por espesas cortinas
de muselina blanca en la parte interior, se trasparentaban
las luces que iluminaban las habitaciones; y al decir
aquella palabra, arrima el caballo a las rejas, e introduciendo
su brazo por ellas y las celosías, tocó
suavemente en los cristales. Nadie respondió,
sin embargo. Volvió a llamar segunda vez, y entonces
una voz de mujer preguntó con un acento de recelo:
-¿Quién es?
-Yo soy, Amalia, yo, tu primo.
-¡Daniel! -dijo la misma voz, aproximándose
más a la ventana la persona del interior.
-Sí, Daniel.
Y en el momento, la ventana se abrió, la celosía
fue alzada, y una mujer joven y vestida de negro inclinó
su cuerpo hasta tocar las rejas con su mano. Pero al
ver dos hombres en un mismo caballo retiróse
de esa posición, como sorprendida.
-¿No me conoces, Amalia? Oye: abre al momento
la puerta de la calle; pero no despiertes a los criados;
ábrela tú misma.
-¿Pero, qué hay, Daniel?
-No pierdas un segundo, Amalia, abre en este momento
en que está solo el camino; me va la vida, más
que la vida ¿lo entiendes ahora?
-¡Dios mío! -exclama la joven, que cierra
la ventana, y se precipita a la puerta de la sala, de
ésta a la de la calle, que abre sin cuidarse
de hacer poco o mucho ruido, y que saliendo hasta la
vereda, dice a Daniel:
-¡Entra! -pronunciando esta palabra con ese acento
de espontaneidad sublime que sólo las mujeres
tienen en su alma sensible y armoniosa cuando ejecutan
alguna acción de valor, que siempre es en ellas
la obra, no del raciocinio, sino de la inspiración.
-Todavía no -dice Daniel, que ya estaba en tierra
con Eduardo sostenido por la cintura; y de ese modo,
y sin soltar la brida del caballo, llega a la puerta.
-Ocupa mi lugar, Amalia; sostén a este hombre
que no puede andar solo.
Amalia, sin vacilar, toma con sus manos un brazo de
Eduardo que, recostado contra el marco de la puerta,
hacía esfuerzos indecibles por mover su pierna
izquierda que le pesaba enormemente.
-¡Gracias, señorita, gracias! -dice con
voz llena de sentimiento y de dulzura.
-¿Está usted herido?
-Un poco.
-¡Dios mío! -exclama Amalia, que sentía
en sus manos la humedad de la sangre.
Y mientras se cambiaban estas palabras, Daniel había
conducido el caballo al medio del camino y, poniéndolo
en dirección al puente, con la rienda al cuello,
dióle un fuerte cintarazo en el anca con la espada
de Eduardo, que no había abandonado un momento.
El caballo no esperó una segunda señal
y tomó el galope en aquella dirección.
-¡Ahora -dice Daniel-, adentro! -acercándose
a la puerta, levantando a Eduardo por la cintura hasta
ponerlo en el zaguán, y cerrando aquélla.
De ese mismo modo lo introdujo a la sala, y puso, por
fin, sobre un sofá a aquel hombre a quien había
salvado y protegido tanto en aquella noche de sangre;
aquel hombre lleno de valor moral y de espíritu
todavía, y cuyo cuerpo no podía, sin embargo,
sostenerse por sí solo un momento.
FUENTES: calendario porteño, efemérides
culturales y propias, Fuente: Segunda edición,
Buenos Aires, Imprenta Americana, 1855.
Caracteres: 38.160
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